El castigo del que dio3 minutos de lectura

Lo más difícil no es otorgar un derecho. Lo más difícil es quitárselo a alguien que ya lo asumió como propio.

Los derechos no nacen realmente por un decreto, una ley o un acuerdo formal entre partes. Se instalan en lo subjetivo: en la mente del que cree que algo le corresponde. Y lo cree no porque alguien se lo garantice, sino porque su experiencia cotidiana lo convence de que es así. Así nacen los derechos reales: los que se sienten, los que duelen cuando se rompen.

Todo derecho, incluso el más simple, lleva consigo una expectativa de cumplimiento. Y cuando esta expectativa se rompe, aparece la violencia. No siempre es institucional ni explícita. A veces es pasiva, social, cotidiana. Pero igual de corrosiva.

Un ejemplo sencillo: dos personas que se cruzan todos los días a las 9:00 a. m. en un parque. Uno saluda siempre con un “buenos días”. Con el tiempo, el otro empieza a asumir ese saludo como un derecho tácito. ¿Qué ocurre si, un día, el saludo no llega? Aparece una pregunta: ¿qué le pasa? ¿Está molesto conmigo? Al día siguiente, la duda se convierte en molestia. Luego en disgusto. Luego en rencor. Al final, esa pequeña omisión rompe una costumbre, destruye un vínculo y redefine la percepción del otro.

Ahora sigamos con el experimento mental. Ese mismo hombre del banco, el que solía recibir el saludo diario, se encuentra en una situación trivial: alguien necesita ayuda. Mira a su alrededor. Hay un desconocido, una mujer bonita que nunca le ha hablado y su antiguo conocido, aquel que dejó de saludarlo hace semanas.

¿A quién ayuda?

La lógica simple diría: al conocido. Ese hombre, después de todo, ha hecho méritos. Fue un +5 durante años, y ahora, aunque ha bajado, sigue siendo un +2. Aún es más que un cero.

Pero no lo elige. Porque en el mundo social, la pérdida de un derecho pesa más que su ausencia. El exconocido, por haber disminuido su trato, no es neutro: es un recordatorio de pérdida, una deuda simbólica no saldada. Así de irracional es la racionalidad humana. Una persona que alguna vez fue amable pero ya no lo es, será tratada peor que alguien que jamás lo fue. El vecino neutral o la desconocida tienen una ventaja brutal: no hay expectativa, y por tanto, no hay traición.

Y si esto es así en saludos, cuánto más en vínculos afectivos.

Una mujer puede estar con un hombre que, durante años, se comportó como un 9/10. Detalles, atención, lealtad. Un historial de generosidad constante. Pero basta con que, por un tiempo, baje a un 5/10 para que se sienta insatisfecha. La relación se rompe. ¿Por qué? Porque había derechos asumidos: una repetición que generó expectativa. El 9 ya no era una virtud, era un mínimo. Y bajar de ahí, aunque sea a un 7, ya se percibe como una pérdida.

Lo más llamativo es lo que ocurre después. Esa misma mujer inicia una nueva relación con alguien que la trata como un 7/10 —menos que su ex pareja en su mejor versión— y, sin embargo, está feliz. ¿Por qué? Porque no hay pérdida, no hay comparación con un pasado. No hay derechos adquiridos, ni deuda emocional. No hay nada que haya dejado de recibir, por lo tanto, no hay castigo que aplicar.

En términos absolutos, el nuevo da menos. Pero gana. Porque nunca prometió más. El ex dio más. Pero pierde. Porque alguna vez dio demasiado.

El derecho subjetivo no se basa en lo legal, sino en lo repetido. No lo firma una autoridad, lo firma la costumbre. Y cuando se instala, no es una opción: es un mínimo esperado. Su reducción, aunque sea leve, se percibe como una traición.

Y así opera esta paradoja brutal de lo social: en el juicio del otro, muchas veces, no pierde el que nunca dio… pierde el que dejó de dar.

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