El turismo, lejos de ser un salvavidas económico, es una cadena que ata a los países subdesarrollados a la voluntad de las potencias ricas. Es una industria que, en lugar de fortalecer, debilita, haciendo serviles a estas naciones ante los caprichos de los países que deciden enviar turistas o no. Países como Estados Unidos, cuyo turismo es uno de los mayores del mundo, utilizan este poder como palanca para imponer sus intereses. Basta con un cambio en las políticas favorables a sus intereses económicos para desatar una campaña mediática en los noticiarios, resultando en que el país dependiente sea puesto en listas de «peligro». Esto frena la llegada de turistas y, con ello, ahoga la economía de esa nación.
Es un juego político donde el turismo se convierte en un arma para manipular, obligando a los gobiernos a ceder ante presiones externas para no ver sus ingresos diezmados. Mientras tanto, la élite del país, al ver caer sus inversiones nacionales en relación al dólar, presiona a la presidencia e invierte en el partido contrario para proteger sus intereses.
El mayor problema es el impacto interno. Dependiendo del turismo, los ciudadanos se convierten en simples sirvientes de los extranjeros. No son serviciales por elección, sino que se ven forzados a actuar como mendigos que dependen de la generosidad de los visitantes. En este ciclo, los locales son desplazados y no tienen acceso a los mismos beneficios que disfrutan los turistas. Las mejores comidas, hoteles, espectáculos y actividades están fuera de su alcance, ya que su ingreso es solo una fracción de lo que un turista estadounidense promedio gasta en unas semanas.
Esta dinámica no solo profundiza la desigualdad interna, sino que crea una mentalidad de servidumbre, donde el ciudadano deja de luchar por oportunidades en su propio país y sueña con escapar hacia una vida mejor. A medida que el turismo crece, otras industrias se estancan, y el país queda atrapado en un ciclo vicioso, con sus ciudadanos subordinados a los turistas y a los países desarrollados.
El ciclo del turismo no solo agota la economía interna, sino que también corroe la dignidad del ciudadano. El turista se convierte en amo, y el local, en su sirviente. Se destruyen las oportunidades de desarrollo real, mientras todo gira en torno a mantener feliz al visitante extranjero. Incluso los sueños y las aspiraciones de los ciudadanos comienzan a moldearse en función del turista: «¿Qué quieren ellos? ¿Qué puedo ofrecerles para que vuelvan y dejen sus dólares?». Así, se margina al propio pueblo, que no encuentra espacio en la economía que una vez le perteneció. Las políticas nacionales, en lugar de centrarse en mejorar la calidad de vida del ciudadano e impulsar la industria local, se enfocan en complacer las demandas del turismo, erosionando el sentido de nación.
El ciudadano de estos países no solo ve cómo su entorno se transforma en un escenario para el turista, sino que también es testigo de cómo sus compatriotas más jóvenes buscan escapar. No solo de la pobreza, sino también de la humillación constante de ser «el que sirve». Las mujeres, en particular, se convierten en un recurso más del turismo, siendo cosificadas por su exotismo y reducidas a ser “chicas de una vacación”. Otras, más afortunadas, logran escapar del país por su belleza y valores tradicionales, formados en una sociedad que no ha sido corrompida por las influencias degeneradas de la modernidad woke. En contraste, las mujeres empoderadas de los países desarrollados, marchitas, infelices y usadas no encuentran partido decente en su país y recurren a conquistar hombres exóticos que están dispuestos a hacerle tiempo a su temperamento y falta de energías femeninas gracias al dinero que les envían y a l posibilidad de visa, convirtiéndose ellas en las denlminadas “passport girls», mientras hombres desesperados de las naciones en desarrollo que no encuentran mujeres dóciles o no promiscuas en su país se convierten en «passport bros», llevándose la última felicidad del hombre del país turístico sus mujeres.
Este fenómeno perpetúa un ciclo en el que las aspiraciones y los sueños locales se marchitan bajo el brillo falso del turismo. El turismo, como un veneno lento, desintegra las posibilidades de crecimiento económico real, poniendo todas las esperanzas de un país en manos de aquellos que solo están de paso. Nos obliga a mirar hacia afuera, hacia lo que quieren los demás, mientras nuestros propios deseos y necesidades se ignoran. Nos subyuga, no con cadenas visibles, sino con la promesa de una prosperidad frágil y limitada a unos pocos.