La abuela de la caperucita roja4 minutos de lectura

Nuestros ancianos, aquellos que una vez fueron los pilares de la sociedad, no son más que espejismos de lo que alguna vez representaron. Soldados caídos, bibliotecas andantes que tiraron sus libros, sombras de lo que fue sabiduría. Nos han fallado, no por elección, sino por la erosión lenta de su carácter. Han sido reducidos a profetas falsos, manipulados por un sistema que los ha marginado y, finalmente, doblegado. En lugar de ser la voz de la experiencia, de la tradición, ahora repiten mecánicamente las ideas que les fueron inyectadas, contaminadas por una sociedad que ya no reconoce los valores que ellos representaban.

El abuelo que antes era un hombre de carácter, conservador y un ejemplo de prudencia, ha sido minado. Ahora por su vejez encadenado al sofá, es hipnotizado por horas interminables de televisión, noticiario y los medios de comunicación tradicionales. No porque quiera, sino porque ha sido desplazado. Y en ese abandono, se vuelve presa fácil. El mismo sistema que lo apartó ahora lo recicla. La televisión, ese veneno silencioso, penetra su mente vulnerable, reemplazando la sabiduría pragmática de sus vivencias con propaganda de que los tiempos cambian, vaciando su experiencia de vida para llenarla de ilusiones modernas.

Y no sólo es él. La abuela, aquella que fue la roca del hogar, la que dedicó su vida a una familia y a un solo hombre, ahora repite eslóganes que nunca habrían pasado por su mente en su adultez. La misma abuela que alguna vez enseñó con el ejemplo a sus hijas a ser dignas, fieles y sacrificadas por el bien de los suyos, hoy es permisiva con la promiscuidad y exige la independencia económica como si fueran virtudes inalienables. Esa mujer que antes veía la estabilidad familiar como la máxima expresión de éxito, ahora se convierte en una defensora de la libertad sexual y la autosuficiencia económica, ideas completamente contrarias a la vida que vivió. Ella, que tuvo una única pareja sexual y halló en ello su orgullo, ahora promueve una moral de autodestrucción disfrazada de empoderamiento. ¿Cómo ha llegado a ese punto? La respuesta es la misma: manipulación.

No es que hayan llegado a un nuevo entendimiento de la vida, no es que de repente comprendan la bondad de las ideas progresistas. No. Es la manipulación. Es el lavado de cerebro que ocurre lentamente, gota a gota, mientras sus ojos se pierden en las pantallas. Y nosotros, los que alguna vez los miramos como faros ejemplares, ahora los vemos repitiendo discursos que no coinciden con las vidas que vivieron. Hombres que vivieron y murieron por principios conservadores, ahora parecen defensores de una izquierda vacía que nunca representaron. Mujeres que construyeron familias y amaron a un solo hombre ahora predican un evangelio de libertad vacía, cargado de promesas falsas que ellas mismas no vivieron ni creyeron. Y eso es lo más trágico: no es el arrepentimiento lo que los impulsa, es la manipulación descarada.

Los ancianos, nuestros abuelos, ya no son guías. Son herramientas. Y el sistema los usa para cambiar a las familias desde adentro, para minar la resistencia que queda en los hogares. No hay fuerza en sus palabras, no hay verdad en sus consejos. Están llenos de las mentiras que se les ha dado a consumir día tras día. No son culpables, pero eso no los exime de su nuevo papel como agentes de desinformación.

Así es la realidad de la vejez. No es una conspiración orquestada para reprogramar a nuestros ancianos. Es una lamentable coincidencia, una consecuencia inevitable de los años. Los abuelos no son actores conscientes de su cambio. De hecho, siguen siendo bien intencionados, queriendo ofrecer lo que ellos creen que es el fruto de su experiencia, de una vida más larga y, en teoría, más sabia. Pero ese consejo, ese intento de transmitirnos un sentido más profundo de la vida, ya no surge de la experiencia genuina, sino de la manipulación silenciosa a la que han sido sometidos por horas frente al televisor. 

Sus cuerpos ya no pueden seguir el ritmo del mundo, y su mente, aún queriendo aferrarse a los valores que defendieron toda su vida, se ve invadida por la única fuente de información a la que aún tienen acceso: la televisión. Su mundo externo ya no es el trabajo ni la comunidad, sino una pantalla y una familia que, por más que los quiera, tiene sus propias vidas y no siempre está presente. Es ahí, en ese vacío, donde los medios llenan el espacio que antes ocupaba la experiencia de vida. Y así, esos consejos bien intencionados, que deberían ser producto de la sabiduría acumulada, son en realidad el eco de un mundo que ellos nunca vivieron, pero que ahora repiten porque es lo único que les queda.

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