Recuerdo que al empezar a saltar de lugares altos hacia un río el hacerlo de una roca de unos pocos metros de altura me asustaba a muerte. Ver el fondo del “precipicio” me hacia imaginarme ansiosamente que perdería el equilibrio removiéndome asi las entrañas, aunque al final eso último si resultaría ser cierto, pasaría con el tiempo.
En aquellos primeros saltos en los que sentía la adrenalina paralizarme desde mis pies, a base de voluntad y con un grito de guerra del que no me siento orgulloso lograba romper la inercia y saltar, siguiéndole un pico de emoción que finalizaba al segundo al caer en el agua.
La experiencia se hizo cada vez más adictiva y en par de años me encontraba haciendo saltos cada vez más peligrosos e imprudentes, aquel salto pequeño que me llenaba de emoción y miedo fue reemplazado por otros que de salir mal me dejarían en muy mal estado. Con el tiempo ya ni saltaba desde aquellas rocas ,como la primera, que no cumplieran mis nuevas expectativas.
Todo lo que se hace continuamente progresa hacia un extremo, si disfrutas mucho del comer por ejemplo puede que termines despreciando una comida de calidad menor a la ya acostumbrada o persiguiendo platos peligrosos. Y Es que hay actividades que se colocan en una parte del cerebro que se comporta como un estómago que al entrar comida se expande con la cantidad y el tiempo hasta que se necesita del doble de comida para saciarla.
Las actividades que más disfrutamos y a las que le prestamos más atención abren la posibilidad de una relación tóxica con ella por el placer que nos transmiten. Lo que nos lleva a incrementar la cantidad pero estos incremenos aunque se traducen en placer proporcionalmente en un principio con el tiempo dejarán de serlo comportándose más bien como un remolino que nos empuja para el fondo. Es a través de la prudencia, la moderación y el desapego que logramos una relación sana, que nos permita saber cuándo es suficiente y cuando rechazar un incremento.
Hay que saltar pero con equilibrio.